Duendes al plato

Voy a compartir contigo un secreto que solo unos pocos niños privilegiados conocemos y que, por su importancia, tendrás que guardar en el fondo del cajón de los secretos, fuera del alcance de ningún padre, cubierto de valientes peluches que lo custodien.

En el fondo de todos los platos hondos, los que usan los papás para la sopa, los caldos y las lentejas, viven unos seres tan diminutos que durante siglos se pensó que eran invisibles. Son tan tan pequeñajos que solo los ojos nuevos de los niños pueden verlos, y eso si se fijan bien y ponen mucho empeño.

Después, en cuanto creces, por mucho que quieras tus ojos, no podrán volver a verlos.

Son seres mágicos cargados de poderes de lo más variado que se pasan al que se los come. Yo, que no era muy amigo de la cuchara, siempre que tengo oportunidad me voy a comer a casa de la abuela, que no perdona un primero de plano hondo ni en verano y, come que te come, voy vaciando el plato y abriendo cada vez más los ojos para poder verlos al llegar al fondo.

Y nunca me decepcionan. Allí están, con sus calzas marrones y su camisa amarilla, con el gorro picudo y unos divertidos zapatos cuyo color varía en función de los poderes. Si te comes uno con zapatos rojos, te aseguras el poder convencer a mamá y a papá de lo que quieras, el de los verdes te permite correr a la velocidad del viento, el de mocasines marrones te enseña a trepar a los árboles más chulos del patio del cole, las sandalias azules te hacen nadar casi sin rozar el agua y el de las botas naranjas te permite meter los pies en los charcos sin que entre ni gota de agua en los zapatos, el de los botines blancos y negros me hace leer y escribir como si ya fuera grande y no veas cómo se pasa con los cuentos que tengo en casa. Y así, cada día, voy conociendo tipos nuevos y probando sus poderes, sin reparar en que, a cada cucharada me voy haciendo más y más grande.

Ayer cumplí 7 años y casi llego al timbre de casa de los abuelos, y eso que viven en un noveno. Para celebrarlo, me empeñé en que mamá me hiciera crema de zanahoria y, a medida que me acercaba al fondo y por más que me empeñaba, no veía duende alguno.

Tan solo me quedaba una cucharada cuando apareció un tipo menudo con chanclas de playa llenas de peces y soles. Me acerqué tanto como pude para verlo bien y, el muy golfo, me llenó la nariz de crema de zanahoria mientras trataba de bajarse de la cuchara.

Yo lo perseguí por el plato hasta darle caza en el borde, a punto de saltar a la mesa. Lo acorralé con miga de pan y lo subí de nuevo a la cuchara. Abrí la boca bien grande y, ¡para dentro!

Saqué la cuchara limpia y reluciente justo en el mismo momento que sentí un fuerte pinchazo en la punta de la lengua. Abrí la boca, saqué la lengua y me quedé bizco tratando de ver qué tenía en ella. Pegado a la punta, agarrado como una garrapata, estaba el duende de playa enfadado y gruñón.

Tosí, escupí y lloré, pero no me soltó. Traté de arrancármelo con los dedos pero se aferró tanto que casi me tuve que parar por miedo a arrancarme la lengua.

Mamá, que siempre presume con las otras mamás de lo bien que como, no podía creer lo que veían sus ojos. Nerviosa, se acercó a mí tratando de tranquilizarme, pero lo único que consiguió fue descuajeringar el molinillo de pimienta que tenía en sus manos y hacer que todo su contenido saliese volando.

La cocina se llenó de polvos que parecían pica pica y, sin poder remediarlo, estornudé con fuerza. El duende se subió a uno de los "perdigones" de mi estornudo y salió disparado, yendo a aterrizar a la comisura de los labios de mamá que, muy alborotada, se llevaba las manos a la boca y hacía, sin querer, que el duende se colase en ella.

Un gran vaso de agua remató la jugada, haciendo que el pequeño ser terminase en el fondo de estómago de mamá en un periquete.

Aquella tarde fue estupenda. Mamá se convirtió en una sirena que cabalgaba por el salón en un enorme caballito de mar. Jugamos hasta la noche entre peces y algas, conchas y arena. Al final del día, aquel fondo marino volvió a ser, en un suspiro, el salón de casa. Agotados nos fuimos a la cama.

No volví a ver ningún otro duende, al menos hasta la fecha, pero sigo tomando sopas y caldos y fijando mi mirada en el fondo mientras hundo la cuchara y cruzo los dedos para volver a encontrarme con un duende en chanclas.

Autor: Lucia Rodríguez Mourazos 

EL LORO SIN MEMORIA

Víctor era un niño un poco tímido al que le daba miedo hablar delante de la gente. Fuera del colegio no tenía amigos, aunque él soñaba con tener un grupo de amigos con los que jugar y pasarlo bien, sobre todo en verano.

Un día paseaba solo por la calle y hacía muchísimo calor, así que se sentó a descansar bajo la sombra de un árbol. De pronto, escuchó un leve quejido y miró arriba. No podía creer lo que veía. Era un pequeño loro, muy bonito y con muchos colores. Pero tenía muy mal aspecto. Parecía que llevaba bastante tiempo perdido y tenía mucha sed.

Apenas se sostenía sobre la rama de aquel árbol, así que no fue difícil cogerlo.

Víctor se llevó al loro corriendo a casa y le dio agua y algo de comida. El lorito revivió enseguida nada más beber agua.

En poco tiempo se hicieron muy amigos y Víctor encontró alguien con quien hablar. Le contaba muchas cosas, así que el loro pronto comenzó a aprender y repetir las palabras que escuchaba.

Pero, el lorito tenía un problema y es que tenía muy poca memoria. Si alguien decía algo, él sólo recordaba la primera palabra y la última. Y ocurrió que una mañana la mamá de Víctor dijo: "Péinate con cuidado Víctor, o te quedarás calvo". Poco después, el papá de Víctor pasó cerca del loro y éste le dijo: "Péinate calvo." El papá se enfadó con el lorito, porque creyó que se burlaba de su problema de calvicie.

Otro día, mamá le dijo a Víctor: "Cuidado con esa silla que está muy vieja". Luego pasó cerca del lorito la abuelita de Víctor y el loro dijo: "Cuidado vieja". La abuelita también se enfadó con el loro porque no le gustaba que la llamaran vieja y porque al decirle "cuidado", la abuelita se asustó y casi se cae.

Al día siguiente, el papá de Víctor revisaba las facturas de la casa y dijo:"¡Qué caro está todo! Llegaremos a fin de mes por los pelos." La hermana mayor de Víctor, muy coqueta, pasó cerca del loro. Había pasado horas peinándose para estar muy guapa para un baile, cuando el lorito le dijo: "¡Qué pelos!" La hermana de Víctor se enfadó mucho con el loro por decir eso de su peinado y se fue a peinarse otra vez.

Otro día, después de encontrarse con el perro de la vecina, la mamá de Víctor dijo: "Qué perro más sucio. Seguro que tiene alguna pulga." Pasó entonces por ahí la hermana pequeña de Víctor, que estaba muy contenta porque mamá le había dicho que estaba creciendo mucho. El lorito le dijo: "Qué pulga." La hermanita de Víctor se enfadó también con el loro.

Como todos se enfadaban, pronto le pusieron de nombre Bocazas. Víctor era el único que entendía y quería a Bocazas. Como en casa todos se enfadaban con él, Víctor comenzó a sacarlo a pasear.

Un día fueron al parque y unos niños estaban jugando al fútbol. A Víctor le apetecía mucho jugar con ellos al fútbol, pero como era muy tímido prefirió marcharse diciéndole a Bocazas: "Eres un loro y no puedo jugar al fútbol contigo. Además, yo soy muy torpe." Entonces, Bocazas gritó: "Eres torpe."

El niño que tenía el balón en ese momento creyó que el loro le decía a él y todos los demás niños se empezaron a reír.

Víctor pensó que por culpa de la poca memoria de Bocazas, ahora se había metido en un lío con esos niños. Pero no fue así, porque el niño que llevaba el balón también comenzó a reírse a carcajadas por lo que le había dicho el loro.

A esos niños, al igual que a Víctor, Bocazas les parecía un loro de lo más gracioso y simpático.

Víctor y los niños se hicieron muy amigos gracias a Bocazas, que le ayudó a vencer su timidez y le dio confianza para ser él mismo. Y Bocazas encontró unos amigos que se reían mucho y sabían aceptar las bromas y reírse de sí mismos de vez en cuando.

Autor: Eva Cano Fortuna.

El Zorro Zurro 

El zorro Zurro se acercó un día por la ciudad donde viven "los civilizados". A la entrada de la ciudad se encontró con un perro pastor. El perro le dijo:

- No te acerques más o te zurro.

- Eze zoy yo.

- ¿Quién?

- Zurro, el zorro.

- Nooo. Te digo que no entres a nuestra ciudad o te morderé. Te zurraré. Te daré una buena paliza.

- Bueno, bueno, no hay que ponerze azí, Zurro ez pacífico. Ya me voy.

- Encima no sabes hablar bien. Hablas muy raro, con la zeta.

- Ez un problema que tengo dezde muy joven. De cachorro, haciendo una trazstada, me mordí la lengua y me partí un trozo de ella. Mi madre me dio una zurra. Bueno, adioz.

Iba caminando Zurro por un campo de flores, pensando en que, si fuese una flor, el viento podría llevarlo muy lejos volando hasta la ciudad. Así podría verla.

Entonces decidió hacerse pasar por flor y se quedó dentro del campo de margaritas muy quietecito. Cuando llevaba un rato sin moverse, llegó una abeja y se le posó en la nariz.

- ¿Qué haces aquí tan parado? ¿Estás al acecho de algún animal?

- No. Zoy una flor y eztoy ezperando que llegue el viento y me lleve a la ciudad.

- Ja, ja, ja, estás loco. No digas tonterías- le hincó su aguijón y escapó huyendo.

Zurro salió corriendo, quejándose lastimosamente y se metió en un charco que tenía mucho barro, para aliviar el dolor del picotazo. Entonces, pensó que una vez vio a un granjero coger una piedra de las bolsas que llevan sobre su burro (las alforjas) y tirársela a él. Como estaba lleno de barro -pensó-, parecía una piedra. De esta forma se convirtió en una piedra quedándose muy quieto a orillas del charco. El primer granjero que pasase le cogería, le metería en las alforjas de su burro y le llevaría a la ciudad.

Después de mucho rato, se había secado y parecía una piedra grande de verdad. Llegó a orillas del charco un burro con dos alforjas colgadas a su lomo y se dispuso a beber agua. Después de saciar su sed encorvó sus patas traseras apoyándose sobre Zurro.

-¡¡¡Ayyy, que me aplastas!!!

Entonces el burro dio un salto por la sorpresa y le dijo:

- ¿Pero, qué haces ahí encogido en el suelo?

- Ez que me aburro.

- ¿Qué te a-burras?

- No. Que me eztaba aburriendo de ezperar.

Zurro le contó su idea y el burro comenzó a reírse a carcajadas.

- Ji Jaaa, Ji Jaaaa Ji Jaaa Ja Ja. Y luego dicen de los burros. Compararme a mí con esta gentuza. Yo, que soy diplomado en Carreras Hípicas de Caballos y Burros.

Se dio la vuelta y se fue sin dejar de reírse con su amo al campo de trigo. Como el zorro vio que no funcionaría su estrategia, decidió encaminarse hacia la ciudad y burlar al perro que le había echado de la entrada.

Andando, andando, se encontró de frente una zorra muy magullada, pero que para él era preciosa. Se enamoró de ella al instante.

- ¿Pero, que te ha pazado? -preguntó el zorro. La zorra no le contestó, solo le miró.

- ¿Pero, que te ha pazado? -preguntó por segunda vez levantando un poco más la voz. La zorra tampoco contestó, solo le miró.

- ¿Pero, que te ha pazado? -preguntó por tercera vez gritando. La zorra puso una cara extraña, viendo que él estába gritando.

- ¿Ez que eztáz Zorda? -dijo muy cerca de ella.

- Sí, soy Zorda, me llamo Zorda y estoy muy sorda, así que háblame muy alto.

Zorda, la zorra, explicó a Zurro, el zorro que, por su sordera, no había hecho caso a un perro que le advirtió que no entrase en la ciudad, y en cuanto la vieron los humanos por allí, comenzaron a apedrearla y lastimarla con palos. Entonces tuvo que salir corriendo.

Zurro, que sabía dónde estaba el charco del barro, la llevó allí y cubrió sus heridas con barro para aliviarla.

Desistió de acercarse a la ciudad y, al contrario, los dos se fueron en dirección al bosque donde hicieron una vida feliz en pareja, tuvieron cuatro cachorritos y fueron feliZes y comieron perdiZes. A sus cachorros los pusieron de nombre: Zurda, Zerda, Zerdo y Zordo.

Autor: Ángel López Díaz 

CON LOS DEDOS DE UNA MANO 

A mi mejor amiga todo el mundo le llama SIX.

Sí, SIX, seis en inglés. A veces creo que ya nadie recuerda su nombre real. Os confieso que, al menos a mi, se me ha olvidado, si es que algún día lo supe. Y como pasa siempre, os estaréis preguntando que de dónde viene ese nombre y eso sí lo recuerdo.

Cuando Six empezó a aprender a contar utilizaba los dedos de la mano para llevar la cuenta. Empezaba levantando el dedo gordo al tiempo que decía UNO, luego estiraba el índice y cantaba DOS, turno del dedo corazón y el TRES, le seguía el anular con el CUATRO, el meñique con el CINCO y, en vez de dar la cuenta por finalizada, levantaba de nuevo el pulgar y decía SEIS. Que para que todos me entendáis, empezaba con el dedo que se comió el huevo, seguía con el que le echó sal, el que lo frió, el que lo compró, el de la plaza y volvía al que se zampó el huevo.

Pues en esas estaba mi amiga Six cuando las vacaciones de verano trajeron desde Inglaterra a su prima Noa, un poco mayor que ella y que no daba crédito a la forma de contar que tenían los niños españoles. Así que Noa, cada vez que Six hacía el baile de los dedos se destornillaba de risa repitiendo SIX, SIX, SIX... y rebautizó la prima Noa a Six, con tanto éxito que el nombre original a todos se nos olvidó.

Pero lo más fantástico de todo es que, pasados los años, Six tuvo una preciosa niña sana y fuerte, con un solo defecto menor, que la mamá parecía ver venir desde canija, en su mano derecha, en vez de cinco había nada menos que SEIS dedos. ¿Os lo podéis creer? Y tú, cuenta, cuenta, ¿Cuántos dedos tienes en tus manos?

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